jueves, 29 de abril de 2010

MEMORIA

En momentos de zozobra, en los que se tiene conciencia que nada de lo que se haga puede remediar lo irremediable, resurgen a menudo los recuerdos imborrables de una adolescencia pérdida. La memoria recorre los sinuosos caminos de un tiempo en el que las preocupaciones escaseaban y la vida era un constante descubrimiento. La imaginación desbordaba todos los límites y transformaba una pequeña localidad en el centro de un mundo inexplorado a la espera de ser profanado por mentes sedientas de aventuras.
El sosiego y la templanza brillaban por su ausencia en aquellos años en los que el espíritu no estaba embrutecido aún por los errores de la vida. Las bajas pasiones podían redimirse en un terreno de juego y los desagravios desaparecían una vez acabado el partido. Las imposiciones de los mayores eran absurdas decisiones tomadas por sátrapas cuyo único fin parecía incordiar la vida de sus infelices e inocentes vástagos. Las esperanzas, los anhelos e ilusiones buscaban la aceptación del grupo, el sentir que se era miembro de una comunidad que velaba por nuestros intereses y que proporcionaba cobijo y protección frente al árido mundo real. El colegio y posteriormente el instituto eran el presidio diario del que todo chico resuelto deseaba escapar a la mínima oportunidad.
Con los años la perspectiva cambia, la templanza y el sosiego se abren camino frente al ímpetu de la adolescencia. Las certezas del ayer se convierten en las dudas del hoy. Los desagravios no desaparecen por arte de magia y en muchos casos es necesario sobrellevarlos el resto de nuestra vida. Las decisiones tomadas en su tiempo por nuestros padres comienzan a ser entendidas. Maldecimos la huida del instituto y luchamos por borrar los errores del pasado. Vivir en la pequeña localidad que antaño representaba todo un mundo comienza a ser asfixiante y, soñamos con explorar y conocer lugares maravillosos y exóticos.
La memoria es el equipaje que llevamos durante toda nuestra vida y que tras cada parada en la linde del camino nos pesa un poco más. Tras cada parada nos dejamos algo de nosotros mismos. Desaparece una cara, un sentimiento o una ilusión que formaba parte de nosotros. Es entonces cuando esa cara, ese sentimiento o esa ilusión pasa a ser patrimonio de nuestra memoria, haciendo más pesado nuestro camino. Qué tiempos aquellos en los que no portábamos equipaje alguno y nuestro andar era resuelto y decidido.

Artículo publicado en el suplemento "UAldía" de "La Verdad"