miércoles, 18 de junio de 2008

Santiago y cierra España

Nunca he conseguido entender a los individuos que por nacer en un determinado país, cuestión de lo más azarosa y de imposible elección, se creen revestidos de una protección especial por la divinidad. Lo que dichos sujetos parecen desconocer es que este pensamiento es compartido por otros tantos en muchos países, por lo que todo parece indicar que no pueden apropiarse en exclusiva la atención del ser supremo. Pese a esto, siguen considerando su territorio como el elegido por el designio divino para "reinar" sobre otros territorios "inferiores". Así, en España, dichos patriotas como gustan en llamarse a si mismos, tienden a creer como dogmas de fe, inamovibles e incuestionables, los relatos míticos y sesgados de la historia de nuestro país, como es el caso de la reconquista contra los infieles y pérfidos sarracenos por los valientes y piadosos cristianos, o la sublevación nacional contra el invasor francés a cargo del "heroico" pueblo español. También glorifican a personajes cuanto menos dudosos en su conducta, como los Reyes Católicos, Felipe II o Rodrigo Díaz de Vivar, por citar algún ejemplo.
Estas imposturas son consecuencia de una educación que, tanto en España como en el resto de países desarrollados, ha consistido en manipular los sucesos históricos para inocular el peligroso virus del nacionalismo en nuestras mentes. Para ello se nos enseña que todas o prácticamente todas nuestras guerras, han sido de defensa ante la agresión de algún maligno enemigo, al cual había que parar los pies al precio que fuera para que no nos exterminase o esclavizara. Se suele argumentar además, que dichos conflictos armados se llevaron a cabo en nombre de altruistas y loables causas como implantar la civilización o democratizar determinados lugares. La mayor parte de las guerras se han presentado falsamente a la ciudadanía con alguna de estas dos premisas, cuando en realidad la única razón para que estallaran la mayoría de las mismas es, ha sido y será, el ansia de conquistar determinados territorios y controlar la producción y explotación de los recursos del país atacado, que no por casualidad, suele ser fértil en materias primas. Lógicamente, tanto esto como los cuantiosos beneficios económicos que tanto el Estado agresor como las empresas beneficiadas por éste se embolsan tras el conflicto, son hurtados a la opinión pública.
Los gobernantes utilizan para tapar sus vergüenzas ante el auditorio una montaña de palabrería patriotera, profusión de enseñas y cánticos nacionales incluidos, dando comienzo a una monumental campaña de intoxicación que persigue revitalizar los bajos instintos de sus conciudadanos, esto es, la prevención o el miedo ante lo desconocido y, anatemizar al discrepante con la acusación reiterada de delito de alta traición a la patria. El consiguiente adoctrinamiento militarista hace que un sujeto que en condiciones normales y sin el bombardeo propagandístico aborrecería y condenaría dichos procedimientos, se sume tan entusiásticamente a la llamada del Estado, que incluso esté dispuesto a "entregar" a sus propios hijos a una educación especializada en glorificar las guerras patrias, crear una mitología oficial trufada de héroes y de villanos a los que se enseña a amar y odiar respectivamente, consiguiendo inculcar el resentimiento hacia el extranjero y la lealtad incondicional al país de origen. Todo ello en busca de la sumisión de toda una sociedad a los designios y caprichos de un grupúsculo de poderosos, que aprovechan la oportunidad para la inculcación de un nacionalismo excluyente, más peligroso que cualquier epidemia conocida por la humanidad y cuyo desenlace es llevar a la civilización a la catástrofe.

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